ESTADOS UNIDOS.- Reinventarse para sobrevivir. Para celebrar sus 120 años, el Museo Hispanic Society de Nueva York apuesta por artistas contemporáneos para poner en valor su colección de obras de los grandes maestros españoles como Velázquez, El Greco, Goya o Sorolla.
El artista de origen cubano Enrique Martínez Celaya inauguró esta semana este nuevo capítulo de esta institución creada por el filántropo Archer Milton Huntington en 1904, quien entonces había amasado la mayor colección de arte español fuera de España.
La Hispanic Society se dedica a promover el arte español, latinoamericano y portugués.
Las conexiones de Martínez Celaya con el museo, de ingreso gratuito y situado en pleno barrio hispano de Harlem, vienen de su infancia.
De su niñez marcada por el exilio, el pintor nacido en 1964 y afincado en Los Ángeles, guarda un cuaderno escolar de primer grado que forró con la foto de una niña: «Fue mi amiga y confidente porque teníamos la misma edad», cuenta a la AFP sobre la imagen sacada de una revista, y sobre las cartas que escribía a su padre exiliado en España.
Esas vivencias estructuran la exposición «El mar de las palabras: Diego Velázquez/Enrique Martínez Celaya», que permanecerá abierta hasta el 7 de julio, la primera de una serie anual que promueve el director de la institución, el francés Guillaume Kientz, para ponerlo en el mapa de la ruta museística de la ciudad.
Aquella «amiga» de la infancia de Martínez Celaya no es otra que la del «Retrato de una niña» de Diego Velázquez, una del más del millar de obras de los fondos del museo, que hoy preside su exposición frente a su enmarcado cuaderno escolar que hizo a los seis años.
Es la primera vez que este físico de formación ha podido contemplar en vivo el cuadro de la imagen que marcó su infancia. «No me atrevo ni a mirarla», dice todavía emocionado
- Exilio y pérdida –
Esta exposición es un viaje a la infancia marcada por «el exilio, la imaginación y la pérdida», a través de los dibujos procedentes del cuaderno escolar y la letra infantil de las cartas a su padre desde aquella Cuba revolucionaria y carente de casi todo. En esas cartas le pedía a su progenitor que le enviara desde chicles hasta calcetines. «Necesito medias porque estoy como un bandolero», apremiaba.
Variaciones de la niña anónima de Velázquez, con algunos sueños infantiles en sus manos, como el avión que haría realidad una reunificación familiar, los famosos calcetines o un globo negro -«una fantasía en un país donde no había ni televisión»-, estructuran la exposición en la sala de columnas de terracota del museo, en cuyo techo se proyectan los primeros dibujos del artista y sus primeras palabras.
Se suman 7 grandes telas en las que están impresas los dibujos y extractos de las cartas infantiles, a veces rodeados por el el océano, el gran protagonista. Era un «punto de partida» pero también un «obstáculo» que le impedía estar con su padre. Aunque cuando en 1972 lo consiguió, simbolizó «la separación de mi historia, de mi país y de un tiempo que nunca volverá», afirma.
El mes pasado volvió a Cuba para inaugurar su primera exposición en su país natal, en el Museo Nacional de Bellas Artes de la Habana. Y aprovechó el viaje para visitar el colegio en la ciudad de Nueva Paz, en el Caribe cubano, donde realizó el cuaderno escolar que sobrevivió gracias a una abuela.
Alumnos de su antiguo colegio son los autores de las cortinas de barcos de papel que completan la exposición.
«Están muy orgullos» de ver el resultado, dice de los niños, principales fans de la exposición que han visto a la distancia, asegura.
«Esta exposición tiene una semilla muy personal pero en realidad mi objetivo (…) es hablar de la colaboración con el niño de seis años que mira al mundo con una idea de mejorarlo, que es tan común hoy con los refugiados e inmigrantes», concluye.